Clásico de pasiones: América y Cali, más allá de la rivalidad, una lección de fervor y resistencia


Clásico de Pasiones: América y Cali, más allá de la rivalidad, una lección de fervor y resistencia

      Foto: Cortesía página www.americadecali.com


La tarde del 24 de marzo de 2025 se presentó abrasadora, tanto en temperatura como en emociones, mientras los hinchas caleños comenzaban a reunirse en el estadio de Palmaseca desde temprano. A pesar de que el partido entre América y Deportivo Cali no comenzaba hasta las seis de la tarde, la tradición era clara: llegar con antelación, preparar los asados, abrir las cervezas y vestir el verde característico del equipo. Al igual que muchos otros hinchas del América, me camuflaba entre los caleños, vistiendo de verde. El sol abrasador que nos golpeaba en la entrada no era más que el anticipo de la tensión que viviríamos minutos después..

El calor era implacable, y, como si el clima fuera un presagio, el fervor entre los hinchas era tan caliente como el aire. Los fanáticos del Deportivo Cali llegaban por su parte, algunos orgullosos de su color verde, mientras los más ruidosos, las barras bravas, hacían su presencia inconfundible. Yo, en silencio y con mi disfraz de “sandia” camiseta verde y rojo por dentro, sentía el contraste en mi pecho entre el miedo y la esperanza. El escenario estaba preparado. Los equipos, cada uno con su historia, sus frustraciones y sus sueños, se disponían a jugar en el campo, pero también en el alma de todos los que estábamos allí, esos que se entregan por completo a la pasión de la camiseta.

La rivalidad entre los dos equipos de la ciudad se hacía palpable desde el primer minuto. En el calentamiento, la canción Ghostbusters sonaba en los altavoces, un recordatorio ácido y sarcástico del “fantasma de la B” que aún rondaba al América. Como hinchas, ese sonido nos retumbaba en el pecho. Era difícil ver a nuestro equipo bajo esa sombra, pero comprendimos algo más profundo: el fútbol no es solo un juego de victorias o derrotas, es también un juego de identidades, de luchas internas y externas. Y en ese conflicto constante entre lo que fuimos y lo que queremos ser, los hinchas del América y del Cali nos encontramos, unidos en nuestra pasión, pero separados por una historia que no siempre ha sido fácil.

El primer  tiempo llego  y los minutos fueron pasando y la frustración se comenzó a sentir en el aire. Los hinchas del Cali, algunos confiados en la victoria segura, comenzaron a mostrar signos de incomodidad. A mi lado, mi pareja, hincha del Deportivo Cali, aseguraba que su equipo nunca perdería ese partido. En mi mente, el empate era lo más esperanzador, pero todo se diluía cuando la rivalidad convertía cada segundo en una prueba de nervios. Fue entonces cuando, para sorpresa de muchos, América anotó un gol: Sebastián Navarro, con un remate preciso, puso a su equipo por delante.

En ese instante, el estadio quedó en un profundo silencio y, por unos segundos, la emoción se desbordó en mis venas. El grito de los hinchas escarlatas, aunque contenido, se hizo presente en nuestras gargantas. Ese gol significaba mucho más que un simple canto; era una señal de que, a pesar de las dificultades, había algo que el América no iba a perder: la esperanza. Pero no todo fue alegría. La tensión se palpaba en el ambiente. La hinchada del Cali no pudo ocultar su frustración, y algunos comenzaron a desbordarse. Latas de cervezas volaron hacia el campo donde se encontraban los jugadores del equipo escarlata, provocando un caos momentáneo que nos hizo recordar lo volátil que puede ser la pasión. Mientras tanto,  los jugadores de América continuaron demostrando su resistencia, su deseo de no rendirse, su valentía en cada pase, en cada intento. El primer tiempo terminó con ese inesperado 1-0, pero la atmósfera seguía cargada de incertidumbre.

Después del descaso, un largo retraso de 10 minutos, se apoderó del estadio mientras esperábamos. La incertidumbre nos invadió, pero los jugadores, al igual que nosotros, se mantuvieron firmes. Finalmente, el árbitro permitió que el juego continuara, pero la violencia seguía presente. América, sin embargo, mantenía su postura: el deseo de ganar estaba allí, aunque las oportunidades de ampliar la ventaja comenzaban a desvanecerse, entre nervios y errores de definición. La esperanza seguía viva, pero la lucha no era fácil.

El empate llegó  con un gol de penalti de Andrey Estupiñán, quien, luego de una falta del jugador del  América, en el área escarlata, hizo su aparición en el minuto 73. Estupiñán ejecutó el penalti y envió el balón al fondo de la red, poniendo el 1-1 que provocó la euforia en las gradas del Cali. Ese gol transformó el ambiente. Las gradas estallaron de euforia y el partido, que hasta ese momento parecía condenado a la frustración, se convirtió en una batalla de ida y vuelta. Ese empate fue más que un gol, fue una lección: la esperanza nunca muere, incluso cuando parece que todo se ha ido. El fútbol nos recordó que, a veces, lo que importa no es el marcador, sino la lucha que damos en cada segundo, en cada intento por mantener viva la pasión.

El final del partido, con el empate 1-1, dejó un sabor agridulce. América había luchado, pero no consiguió la victoria. Sin embargo, algo en nosotros nos decía que lo importante no era el resultado final, sino la forma en que los jugadores, y sobre todo los hinchas, enfrentaron el desafío. Nadie nos había dado como favoritos, y sin embargo, allí estábamos, resistiendo. La verdadera victoria no estaba en los tres puntos, sino en la fortaleza de mantenernos firmes en nuestra pasión, en seguir adelante, aunque la vida nos ponga en los peores escenarios.

Este clásico, más allá de ser solo un espectáculo deportivo, fue una metáfora de nuestras propias vidas. El fútbol, como la vida misma, no siempre es justo, no siempre nos da lo que esperamos, pero nos obliga a seguir luchando, a seguir soñando. En los momentos difíciles, cuando los obstáculos parecen insuperables, es cuando más necesitamos recordar que lo que realmente importa es la forma en que nos levantamos, el espíritu con el que enfrentamos la adversidad. Este 24 de marzo no fue solo un clásico, fue una lección de resiliencia.

Al final, el fútbol nos enseña que el amor por nuestros colores, por nuestros equipos, es lo que nos mantiene vivos. No importa si estamos con el fantasma de la  B o si el camino parece largo. Lo que importa es seguir adelante, seguir creyendo, porque, como hinchas, sabemos que no hay derrota definitiva mientras tengamos pasión en el corazón.

 


Por:   Paulina Arango M

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