Pantallazo video en youtube
Por : Paulina Arango M
La reciente publicación en redes sociales de un video protagonizado por Andrés Gustavo Ricci García, condenado a más de 45 años por el feminicidio de Luz Mery Tristán, no solo indigna: hiere. Y no es porque el feminicida intente pedir perdón en cámara, sino porque lo hace desde una celda que, según la ley colombiana, no debería permitirle acceso a internet ni dispositivos móviles. ¿Qué clase de sistema penitenciario permite que un asesino sentenciado tenga una ventana abierta para hablarle al país, mientras la familia de la víctima intenta vivir en silencio su duelo?
El derecho a contar una historia no incluye reescribirla
Ricci ha titulado su contenido “Una verdad por contar”. La paradoja es dolorosa: la verdad ya fue contada por los hechos, por las pruebas, por el juicio y por la condena. La justicia ya habló. El canal que ahora abre no es un espacio para la reparación, sino un intento burdo de legitimarse a través del discurso público, saltándose el marco legal y la ética mínima que exige su condición de recluso.
Hay en ese video una narrativa peligrosa: el victimario asume la voz de víctima, mientras insinúa que los medios lo han condenado más que los jueces. ¿Hasta dónde vamos a permitir esta inversión de los valores? ¿Desde cuándo la pena impuesta por la justicia da derecho a construir plataformas desde la prisión?
La cárcel no es un estudio de grabación
El Código Penitenciario colombiano es claro: los internos no tienen derecho a manejar redes sociales, ni a usar celulares, ni a producir contenido audiovisual sin autorización expresa. El INPEC, institución encargada de velar por el cumplimiento de estas normas, parece estar en la cuerda floja. ¿Cómo se grabó el video? ¿Quién facilitó los medios? ¿Hubo complicidad o negligencia?
La ciudadanía necesita respuestas. No por morbo, sino por dignidad institucional. Si el Estado permite que desde una cárcel se reescriba el relato de un feminicidio con libre acceso a plataformas, está enviando un mensaje demoledor: la condena no implica silencio ni limitación real de derechos.
El dolor no se contrarresta con un “me arrepiento”
No es irrelevante que el caso Ricci sea uno de feminicidio. Colombia es un país donde una mujer es asesinada cada 28 horas por razones de género. El hecho de que un feminicida busque lavar su imagen desde prisión —y lo logre— no es un error del sistema. Es un síntoma. Un síntoma de una sociedad que, aún con las leyes escritas, titubea en aplicarlas cuando el agresor tiene recursos, visibilidad o contactos.
El perdón no se construye con monólogos editados desde la cafetería de una prisión. Se construye con acciones reales, con reparación a las víctimas, con silencio respetuoso y con un reconocimiento sincero del daño causado. Nada de eso se vio en el video de Ricci.
La justicia no puede ser espectáculo
Nos enfrentamos a un dilema serio: ¿la libertad de expresión alcanza a quienes han perdido su libertad por crímenes atroces? Y si la respuesta es afirmativa, ¿dónde se traza la línea entre expresión y propaganda? ¿Entre redención y estrategia de imagen?
La cárcel no es un escenario para influencers penitenciarios. No mientras haya mujeres siendo asesinadas, familias devastadas y una sociedad entera intentando erradicar el machismo que permitió crímenes como el de Luz Mery Tristán.
No se trata de censura. Se trata de memoria, de respeto y de una línea ética que no deberíamos permitir que se cruce. Ni con cámaras. Ni con likes. Ni con supuestos “testimonios” que ofenden más de lo que esclarecen.
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