La suspensión de la investigación contra Petro no es solo legal: es política, ética y simbólica. Y lo que está en juego va mucho más allá de un presidente.
Por: Paulina Arango M
No es un tecnicismo. Es un espejo.
La Corte Constitucional suspendió provisionalmente la actuación del Consejo Nacional Electoral (CNE) contra el presidente Gustavo Petro, en relación con presuntas irregularidades en la financiación de su campaña. Para algunos, es solo un tecnicismo. Para otros, una señal de respeto institucional. Pero para muchos —y me incluyo— es un espejo que nos obliga a preguntarnos en qué tipo de democracia queremos vivir.
Este no es un debate frío entre abogados. Es una pregunta urgente sobre los límites del poder, el acceso a la justicia y la salud de nuestras instituciones.
El fuero presidencial: ¿garantía o barrera?
La figura del fuero presidencial está pensada para proteger al jefe de Estado de persecuciones judiciales que podrían tener motivaciones políticas. Hasta ahí, bien. Pero cuando ese fuero se convierte en una barrera que impide investigar con normalidad a quien ocupa el cargo más alto del país, el derecho empieza a parecer privilegio.
Petro dice que lo quieren investigar por fuera de las reglas, y puede que tenga razón. Pero lo que vemos desde este lado —el lado del ciudadano sin fuero, sin investidura, sin tribuna— es que una vez más el poder parece blindarse a sí mismo. Y eso, en un país tan marcado por la desigualdad ante la ley, es difícil de digerir.
¿Justicia o selectividad institucional?
No se trata de Petro. No se trata de si uno votó por él o no. Se trata de si podemos confiar en que la justicia es pareja. Porque si al presidente no se le puede investigar en los mismos términos que a cualquier otro candidato, ¿qué mensaje le estamos enviando al país?
La Corte actuó en derecho, sí. Pero el derecho no es neutral. La forma en que se interpreta, se aplica y se comunica también es poder. Y en este caso, la sensación que queda es de una justicia que, una vez más, se mueve más por equilibrios políticos que por convicciones éticas.
El ciudadano siempre en la periferia
Mientras todo esto ocurre en despachos, autos, salas plenas y oficinas blindadas, el ciudadano común sigue donde siempre: al margen. Porque esta discusión, que debería tenerlo en el centro, se desarrolla en un lenguaje y una lógica que le resultan ajenos.
Pero el impacto es real. Si las instituciones se ven como débiles, parciales o complacientes, ¿cómo pedimos a la gente que crea en la justicia? ¿Cómo construimos una democracia sólida si el poder parece legislarse y juzgarse a sí mismo?
Lo que está en juego
Este no es un episodio más. Es una oportunidad para preguntarnos si queremos vivir en un país donde las reglas cambian según el cargo, donde la justicia se acomoda a la investidura, y donde ejercer control sobre el poder se lee como una amenaza, no como un deber.
Porque al final, más allá del fallo jurídico, lo que está en juego es nuestra madurez democrática. Nuestra capacidad de garantizar que todos —todos— respondan por sus actos, sin excepciones, sin atajos, sin blindajes.
Una pausa que no puede ser olvido
La suspensión es temporal. Pero lo que se decida después no debe quedarse solo en el expediente T-10.871.254. Necesitamos una reflexión más amplia, más honesta, sobre cómo estamos entendiendo la justicia, el poder y la rendición de cuentas en Colombia.
No pedimos persecuciones. Pedimos coherencia. Pedimos que el poder también pueda ser llamado a responder. Porque si no lo hace, el mensaje es devastador: que hay dos tipos de ciudadanos en Colombia —los que deben rendir cuentas, y los que no.
¿Quién vigila al poder? De eso se trata. Y más vale que tengamos una respuesta clara. Antes de que sea demasiado tarde.
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